"Imagination is the one weapon in the war against reality."

Jules De Gaultier



martes, 25 de diciembre de 2007

El Candidato Indiscreto: Episodio XXII

Giro muy despacio. No quiero que un movimiento brusco provoque a mi atacante. Pero antes de verle la cara ya he reconocido su voz.

“Leo,” le digo cuando finalmente hacemos contacto visual. “¿No estabas en la cárcel?” La última vez que me enfrenté a este policía corrupto me apuntaba con una pistola y yo andaba desarmada. El deja vu es ineludible.

“Los beneficios de un buen abogado y una fiscalía lentísima,” responde complacido. “Me aplicaron una medida cautelar hasta la audiencia preliminar. No me iban a dejar encerrado con un poco de delincuentes comunes.”

“Eres un delincuente común, Leo;” aclaro. Debería aprender a controlar mi lengua en circunstancias como ésta. Pero nunca lo he logrado.

“Cállate y entra, perra;” me ordena, y me fuerza a volver al interior del gimnasio. “¿Cuánto te pagaron, ah? ¿Cuánto te pagaron por cargarte mi carrera?”

“¿Cuál de las tres?” Replico. “¿La de policía, la de narco o la de extorsionista?” Estoy pidiendo a gritos una bala en la nuca...

“Te voy a llenar esa boca lisa de plomo,” me amenaza.

“Y eso ayudará tanto en tu audiencia preliminar…” Añado.

Leo resopla. “Para cuando encuentren tu cuerpo yo no estaré en el país;” advierte. “¿Tú crees que no lo tengo todo pensado, ya?”

“No lo sé,” miro a mi alrededor. “¿Tu plan maestro incluye matarme en medio gimnasio?”

“Vamos a usar la puerta trasera, del otro lado del local, y vamos a dar un paseo;” me indica. Ya tengo toda la información que requiero, y lo he distraído lo suficiente como para hallar inspiración en mis alrededores. En nuestra confrontación anterior usé polvo de maquillaje; ésta vez espero a pasar suficientemente cerca de uno de los bancos de pesas como para empujar sutilmente el disco de una barra, la cual sin balance se va hacia el lado opuesto, hacia Leo. Él no titubea en disparar, pero su instinto de preservación lo ha hecho retroceder para no ser golpeado por la barra, y la bala sale hacia el techo. Hago un clavado entre las máquinas, y para cuando él vuelve a disparar, ya estoy fuera de su línea de visión. La oscuridad nos beneficia equitativamente.

Leo maldice el día en que nací. Se siente muy seguro con su pistola, de lo contrario guardaría silencio para no revelarme su posición. No sabe que tengo en mi poder un disco de diez libras, que en el momento oportuno aviento contra él cual frisbee. El disco alcanza su brazo derecho y con un alarido de dolor suelta el arma.

“¡Coño, me quebraste el brazo!” Ruge desquiciado. Me confío demasiado y me abalanzo hacia él, pero Leo toma una mancuerna con su brazo sano y me la arroja. El metal golpea mi hombro derecho y el dolor se entierra en él como un taladro hirviendo. El impacto me estrella contra una máquina de pectorales, su asiento me hace perder el balance y aterrizo sobre mi espalda. Con el rabo del ojo diviso a Leo, intentando recuperar su arma. Suelto el cable que sostiene las pesas de la máquina, y lo utilizo como un látigo para azotarlo. Él me mira desconcertado y retrocede. Gano segundos que me permiten incorporarme. Pero él continúa peligrosamente cerca de la pistola, así que cambio el cable por la barra y me le tiró encima. Nos desplomamos al pie de la pesa. Leo tiene su brazo izquierdo interpuesto entre la barra que yo empujo con todas mis fuerzas y el cuello que intento oprimir. Su brazo derecho yace inmóvil a un lado. Lleva todas las de perder.

“¡Cede de una buena vez!” Le grito, pero sus ojos brillan con la desesperación de quien no tiene nada que perder. Sus piernas patalean bajo el peso de mi cuerpo. Una de ellas golpea algo metálico. Yo continúo presionando la barra contra su brazo y su garganta. Sus pies le dan a algo por segunda vez, con más fuerza. Miro por encima de mi hombro demasiado tarde como para descubrir que ha estado pateando la pesa, que ahora se nos viene encima.

Mi espalda y mi cabeza absorben la mayor parte del golpe y, aturdida, no puedo evitar que Leo me empuje a un lado y gatee hasta la pistola. “Quieta,” susurra sin aliento al encañonarme. Se pone en pie torpemente. Su brazo derecho está torcido en un ángulo antinatural. Pero su mano izquierda tiene el arma apuntada a mi cabeza. “Cambio de planes, perra.”

Las ventanas del gimnasio se estremecen con el estruendo del disparo.

CONTINUARÁ...

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