Viajar por el tiempo es uno de mis pasatiempos
predilectos, aunque el ajetreo actual me impida practicarlo con más frecuencia.
Esta semana me trasladé a dos años y medio atrás, a
una época excepcionalmente alegre en la cual un grupo de amigos con más
imaginación y ambición que sentido común nos embarcamos en un proyecto llamado Cortos Amarillos. Desafortunadamente el clima, el presupuesto,
los compromisos mundanos y algunos imprevistos personales truncaron el
proyecto. Sin embargo, entre otras
experiencias gratas me quedó el impactante recuerdo de presenciar cómo un
personaje que concebí en la página en blanco cobró vida dentro de la piel de un
joven pero talentoso actor.
También me quedó Lejos,
mi primer guión: Una historia sobre el conflicto entre el amor de pareja puro y
las injusticias sociales cotidianas envuelto en los giros oscuros que suelen
brotar de las yemas de mis dedos. En
Septiembre del 2010 me propuse adaptar mi propio guión a un cuento literario,
tarea que emprendí entre el martes y el miércoles de esta semana y que resultó
sumamente educativa.
Al suspender las manos sobre el teclado una vez más me
invadió la humildad al reconocer las intricadas diferencias entre ambos medios
narrativos. Tuve que pedirles auxilio a
los dos protagonistas, a quienes tras escribir seis versiones del mismo guión
conocía mucho más a fondo de lo que aparecía en las acciones del libreto. La estructura del relato es un acto de
prestidigitación que perdería el impacto si nos lo cuenta un narrador
omnisciente.
El monitor de la computadora casi gana la lucha por
preservar el blanco inmaculado del documento, pero empecé a cuestionar a mis personajes, entre los
cuales hay un gran abismo de edad, clase social, recursos económicos, vivencias
y, sobre todo, experiencias vitales.
Como ocurre con relativa frecuencia, la solución floreció en mi mente
justo cuando apagué las luces y hundí la nuca en la almohada.